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Nada más precario ni más demoledor al
mismo tiempo que la pregunta acerca de la utilidad de la poesía; precario desde
punto de vista intelectual, porque parte de la presunción y el apriorismo, de
la pereza de querer pensar y tomarlo todo como dado, terminado y listo para el
consumo; demoledor, porque descalifica, porque acusa sin revelar del todo la
identidad o la moral del juicio acusador. De entrada, separa con aparente arma
salomónica, ―debería escribir cercena―
lo que sirve de lo que no, sin aclarar nunca qué es lo útil y porqué, o mejor,
para quién lo es. Podríamos mejor comenzar con una nueva cuartilla en blanco y
preguntar ¿es útil, lo útil?, ¿para qué sirve lo que sirve; a quién sirve?
Detrás del telón de fondo de esta escena se esconde un pragmatismo con pies de
barro, que termina por ganar la partida que él mismo inventa, con sus propias
reglas. El perdedor, al día siguiente de la derrota, se preguntará, ¿Por qué algo ―o todo― debe servir, o significar dentro del campo semántico del
ganar, de la inmediatez del beneficio? La poesía sirve para lo que sirve, de la
misma manera como llorar a los propios muertos sirve, o cantar un mantra o
perder el doble del tiempo a la hora de comprar los alimentos para leer con
atención la información acerca de su procedencia, contenidos y métodos de
elaboración. Después de todo, llorar no resucita a nadie, las palabras
repetidas hasta el agotamiento no quitan de en medio al psicólogo y cuidarse
tanto, a la larga, no sirve porque de algo tendremos que morir…